Aglaia Dementeva, redacción por Violeta KerSzberg
Cartas del medio
Sándor Márai, el escritor húngaro, llevó consigo, en sus desplazamientos por Suiza, Italia y Estados Unidos, un globo terráqueo y su último pasaporte húngaro, dentro del cual guardaba una hoja seca del árbol de su infancia. Stefan Zweig, escritor austriaco, viajó con su ajedrez de madera, que aún se conserva en su casa de Petrópolis, Brasil.

Guardar una foto, cocinar un sabor de la infancia, o invocar con un aroma a alguien querido no es necesariamente nostalgia: es una manera de decir que eso aún importa.

Encontrar en esos objetos una manera de resignificar lo que somos y ponerlo en común.
Una posibilidad de hacer de lo vivido algo vivo. Y compartirlo.
En esas grandes travesías, los objetos no eran sólo útiles, llevaban otra tarea secreta: suturar el desarraigo.

El barco de la imagen (finales del siglo XIX, principios del XX) cubría la ruta entre Hamburgo y Estados Unidos. A bordo viajaban sabores. Un bocado podía ser un refugio: el "hamburg steak" fue una de esas recetas, un intento por recuperar el gusto de casa. En Nueva York, aquel plato íntimo se transformaría en algo más: la hamburguesa global.

A bordo y mezclado entre los cuerpos cruzaban el océano una vajilla con el escudo de una escuela donde estudió un padre, un reloj roto regalado por un amigo, un sombrero ridículamente grande, un mazo del juego de cartas favorito al que no hay con quién jugar en el extranjero, un samovar de diez kilos, una caja de fósforos con la imagen de la ciudad que quedó atrás. Puñados de la tierra natal.
En esas grandes travesías, los objetos no eran sólo útiles, llevaban otra tarea secreta: suturar el desarraigo.

El barco de la imagen (finales del siglo XIX, principios del XX) cubría la ruta entre Hamburgo y Estados Unidos. A bordo viajaban sabores. Un bocado podía ser un refugio: el "hamburg steak" fue una de esas recetas, un intento por recuperar el gusto de casa. En Nueva York, aquel plato íntimo se transformaría en algo más: la hamburguesa global.

A bordo y mezclado entre los cuerpos cruzaban el océano una vajilla con el escudo de una escuela donde estudió un padre, un reloj roto regalado por un amigo, un sombrero ridículamente grande, un mazo del juego de cartas favorito al que no hay con quién jugar en el extranjero, un samovar de diez kilos, una caja de fósforos con la imagen de la ciudad que quedó atrás. Puñados de la tierra natal.

Sándor Márai, el escritor húngaro, llevó consigo, en sus desplazamientos por Suiza, Italia y Estados Unidos, un globo terráqueo y su último pasaporte húngaro, dentro del cual guardaba una hoja seca del árbol de su infancia. Stefan Zweig, escritor austriaco, viajó con su ajedrez de madera, que aún se conserva en su casa de Petrópolis, Brasil.

Guardar una foto, cocinar un sabor de la infancia, o invocar con un aroma a alguien querido no es necesariamente nostalgia: es una manera de decir que eso aún importa.

Encontrar en esos objetos una manera de resignificar lo que somos y ponerlo en común.
Una posibilidad de hacer de lo vivido algo vivo. Y compartirlo.
Los barcos que cruzaban el Atlántico con inmigrantes europeos hacia el Nuevo Mundo —y, en verdad, todo medio de transporte hasta hoy— no llevaban sólo cuerpos. Viajaban también los restos de una vida: una carta que nunca se envió, el libro que un primer amor regaló, el consejo para moler bien el comino y mezclarlo con azafrán.
Resisten. En los rincones de las tiendas de antigüedades, o en algún estante de la casa: un vestido cuya tela se desgasta con el tiempo, una cacerola ennegrecida por el uso constante, un libro deformado por la humedad. Estos objetos siguen ahí, no a pesar sino gracias a las marcas del tiempo. Porque son estas en las que conservan su historia. Y alguien eligió no soltar eso.
Vestidos, billeteras, utensilios de cocina, libros: objetos cotidianos que viajan con nosotros de casa en casa, de idioma en idioma, de generación en generación.
Viven con nosotros: se desgastan, se rompen, los arreglamos. A veces, incluso rotos, los conservamos no por lo que hacen, sino por lo que guardan: una historia, un fragmento de alguien. Por ese poder misterioso que tienen de conservar pedazos de nuestra memoria.
Vestidos, billeteras, utensilios de cocina, libros: objetos cotidianos que viajan con nosotros de casa en casa, de idioma en idioma, de generación en generación.
Viven con nosotros: se desgastan, se rompen, los arreglamos. A veces, incluso rotos, los conservamos no por lo que hacen, sino por lo que guardan: una historia, un fragmento de alguien. Por ese poder misterioso que tienen de conservar pedazos de nuestra memoria.

Resisten. En los rincones de las tiendas de antigüedades, o en algún estante de la casa: un vestido cuya tela se desgasta con el tiempo, una cacerola ennegrecida por el uso constante, un libro deformado por la humedad. Estos objetos siguen ahí, no a pesar sino gracias a las marcas del tiempo. Porque son estas en las que conservan su historia. Y alguien eligió no soltar eso.
Los barcos que cruzaban el Atlántico con inmigrantes europeos hacia el Nuevo Mundo —y, en verdad, todo medio de transporte hasta hoy— no llevaban sólo cuerpos. Viajaban también los restos de una vida: una carta que nunca se envió, el libro que un primer amor regaló, el consejo para moler bien el comino y mezclarlo con azafrán.